domingo, 3 de marzo de 2013

Capítulo 3. Lady Cutterfly


Tras los recortes y ajustes varios, que tan de moda están últimamente, el montante de días de asuntos propios, que puedo utilizar a lo largo del año, se ha visto drásticamente reducido, así que da coraje cuando te pides uno y compruebas, muy a tu pesar, que no te está rindiendo como esperabas. Después de más de veinte minutos dando vueltas en busca de un aparcamiento legal, uno de esos por los que no te pueden multar, he conseguido dejar el auto, coche para los amigos, en un hueco estupendo, aunque casi más cerca de mi casa que del primer lugar al que tenía que ir. El itinerario de gestiones y asuntos diversos ha empezado justo al principio de la calle Luís Montoto, con una visita rápida a la tintorería para dejar allí dos edredones y una alfombra de esas tan rígidas que, ni a malas ideas, entran en la lavadora. La siguiente parada ha sido en la oficina municipal de recaudación para intentar arreglar algunos “asuntillos” que, de pequeños, sólo tienen el sufijo.
Ya son casi las doce y, a pesar de haber salido de casa alrededor de las siete y media, todavía no he podido hacer ni la mitad de las cosas que tenía previstas para esta mañana. La cola para la ventanilla número nueve, impuestos extraordinarios, está vacía, mientras que delante de la número ocho se acumula una importante cantidad de personas que, colocadas en fila, me preceden. Como una oportunidad así no se presenta todos los días, me resisto a sacar el móvil para chatear un rato durante este supuesto paréntesis de aburrimiento y me pongo a observar a mi alrededor. La estancia está llena de carteles que poder leer y de muchos objetos antiguos, unos más que otros. También hay muchas personas y muchos asuntos por resolver. La cola se mueve, avanzo y noto que he pisado algo pequeño y duro. Levanto el pie y descubro que se trata de un botón metálico para pantalón. Lo cojo y miro a mi alrededor en busca de alguien que lleve vaqueros, alguien que ya no está allí.


Tomás vuelve ya a la oficina. Se ha escapado para pagar una multa de aparcamiento y comprar, de camino, algo de tabaco en el estanco de Alberto, su padre, que regenta el establecimiento desde que, allá por los setenta, una bala mal parada le apartara de la policía nacional. En cierto modo, tuvo que ser un gran alivio para él, un hombre bastante sensible, que no se ajustaba al perfil leñero que demandaba el Cuerpo por aquel entonces. Aunque cortos, echaban buenos ratillos, padre e hijo, cada vez que se veían. Alberto, a falta de madre, se sentía en la obligación de pasarle revista a Tomás e intentar poner algo de orden en aquella suerte de uniforme de trabajo. “Tomás: te empeñas en ponerte los pantalones tan apretados que ... mira, se te ha saltado el botón de arriba. No te has dado ni cuenta, tío”. “Anda, que me tengo que ir ya. Dame un beso”. “Vale, niño. Dale un abrazo a tu marío de mi parte. No te olvides ¿eh? Y a ver cuando nos tomamos una cervecita”.
En la inmobiliaria estaba esperándolo su prima para dejarle, como cada primero de mes, un nuevo currículum vítae actualizado. Bea, cantante profesional de las buenas, llevaba en paro prácticamente desde que terminó sus estudios en el conservatorio y malvivía gracias a la ayuda de sus padres y algún que otro trabajillo como cuando cantó en la boda de su primo Tomás, de la que, en menos de un mes, se cumpliría un año. Andrés y Tomás se conocieron durante unas prácticas, cuando estudiaban un módulo de grado superior y, aunque al principio ambos estaban igual de entusiasmados con la gerontología, sólo Andrés tuvo la necesaria determinación y el suficiente convencimiento como para llegar hasta el final y sacarse el título. Ahora, gracias a esto, alternaba su jornada laboral entre una residencia para personas mayores y la asistencia domiciliaria a enfermos. Tomás, en cambio, vivía al día. Lo más cercano a un plan de futuro, en su horizonte temporal, era la fiesta de aniversario que estaba organizando para su “marío”. Cuando Bea se marchó y después de atender a una joven pareja que venía buscando un alquiler más que asequible, se salió a la calle para llamar a Lady Cutterfly, Raquel para los compañeros del juzgado, donde ejerce de procuradora y nadie sabe de su segundo empleo y principal afición, al mismo tiempo, tatuadora underground. “Qué alegría escucharte, guapo. Esta mañana estoy ya que ...” “Lo mismo te digo preciosa. Oye, no te quitaré mucho tiempo, solo te llamo para recordarte que el lunes me pasaré a ver el boceto del tatoo. Ya sabes que lo quiero más que a mi vida y que esto es mucho más que un regalo de aniversario, niña” “Tomasito, se te van a caer dos lagrimones cuando lo veas. Nos vemos el lunes. Disfrutad del finde, guapos”.

domingo, 24 de febrero de 2013

Capítulo 2. Mirando al cielo


Susana estaba muy cansada ya; había pasado casi todo el día visitando la ciudad y, como el tiempo la había acompañado con buen sol y una temperatura bastante agradable e inusual para el mes en el que estábamos, no había parado ni un segundo, a excepción de un pequeño paréntesis, a la hora del almuerzo, para pedir un sándwich y una lata de refresco en una de esas franquicias que proliferan en la Avenida de la Constitución. Al caer la tarde, justo al final de mi jornada en la oficina, nos encontramos cerca de los Jardines de Murillo y, en vista del hambre que teníamos los dos, nos encaminamos directamente a uno de esos bares en los que, a pesar de estar siempre hasta las trancas, encuentras un rincón en la barra, en el que poderte hacer hueco para disfrutar de su excelente cocina. Poco a poco y con la ayuda de dos buenas copas de vino, acompañadas de una generosa ración de croquetas de bacalao y alguna que otra tapa, el cansancio se torno en una estupenda sensación de placer sazonada con risas e interesantes historias. Aunque ella, al día siguiente, seguiría aún de vacaciones, yo tenía que trabajar y, dada la hora que era, ya tocaba a retirada. Callejeando por las entrañas de la ciudad, por el Centro, camino del coche, llegamos a la calle Tetuán donde un pequeño camión cisterna, que nos precedía, iba regando el suelo a su paso. La calle, limpia ya, resplandecía gracias al agua y al reflejo de la luz de las farolas. Rebelde, un botón redondo negro, de tamaño mediano y con dos agujeros, había resistido el embate del chorro de la manguera y allí estaba, tumbado sobre uno de los adoquines de granito, en el medio de la calle.


Leonor, que hacía ya unos minutos, había pasado por allí mismo con su abrigo largo y negro de piel artificial, ahora con un botón menos, caminaba acelerada, alternando su mirada entre horizonte, calzada y firmamento, pero quizás apuntando a este último con mayor frecuencia que a otra parte, posiblemente buscando en él una solución urgente. Media hora antes, había estado en casa de Ana, su hermana, soltera de por vida y, no por eso, convencida de ello, aunque, después de los años, resignada a una soledad, que ahora se veía temporalmente perturbada por la presencia de su madre, aquejada de alzheimer, a la que andaba cuidando desde hacía unos meses. Consuelo, la madre, ahora con la cabeza perdida, acentuaba sus eternos reproches y no dejaba pasar ocasión en la que no le echara en cara a la buena de Ana, la más pequeña de los hermanos, el hecho de no haberse casado nunca. Aunque la sangre no había llegado aún al río, la cosa pintaba mal. Leonor, robándole tiempo a su familia y a la gestoría, le echaba una mano a su hermana cada tarde, al salir del trabajo, pero eso no era suficiente. Casi la mitad de las veces, cuando llegaba a casa de su hermana, encontraba a las dos enfrascadas en absurdas discusiones que, dadas las circunstancias, no llevaban a ninguna parte. Consuelo, bien chapada a la antigua y viuda de funcionario del estado, nunca había comprendido el estilo de vida de Ana, sus idas y venidas, sus misteriosos viajes al extranjero, sus vestidos, sus pinturas y, peor aún, sus amistades que, según ella, la habían llevado por el mal camino.
A pocos minutos de su casa, Leonor paró junto a una farola, se apoyó en ella y se descalzó para colocarse bien la plantilla que, con las prisas, se había vuelto a salir de su sitio. Antes de reanudar la marcha, reparó en uno de los múltiples anuncios que había pegados en el poste de la luminaria: “Chico responsable, se ofrece para el cuidado de personas mayores”. Aquella podría ser, si no la solución que andaba buscando, una parte importante de ella.  Sin pensarlo un segundo, arrancó uno de los papelitos que colgaban del anuncio y lo guardó en la cartera con la intención de comentárselo a Ana al día siguiente.
Pedro, su marido, le abrió la puerta de casa, la abrazó y la besó tan cálidamente como la primera vez que se conocieron, hacía ya la friolera de cuarenta años. Y así lo venía haciendo desde entonces, siempre que su trabajo de viajante se lo permitía. Aquella noche, después de una ducha caliente y una cena ligera, Leonor y Pedro se sentaron en el salón, se taparon con dos buenas mantas y después de contarse como les había ido el día, cayeron rendidos, acurrucados el uno junto al otro.

domingo, 10 de febrero de 2013

Capítulo 1. Explorando


Llego a casa, después de haber dado una vuelta por ahí con los amigos. Es tarde ya, seguramente las dos y media de la madrugada. Hace mucho frío, pero el cielo está tan despejado que no puedo evitar pararme, antes de entrar en casa, y levantar la barbilla para contemplar, completamente alelado, la infinidad de estrellas que tengo sobre mi cabeza. Boquiabierto, se me pasan los minutos como segundos mirando al oscuro cielo plagado de puntitos blancos brillantes y, entre ellos, vuelvo encontrarme con otro de esos satélites que, sigiloso, navega en línea recta haciéndose pasar por un astro más. Si no fuera porque tengo los dedos de las manos a punto de congelarse, me quedaría aquí un rato más, esperando alguna estrella fugaz, otro satélite o ¿quién sabe? ese ovni que aún no he tenido la suerte de poder ver.
Recuerdo que, desde bien pequeño, ya me gustaba explorar. Tuve la gran suerte de poder hacerlo en los alrededores de la primera casa donde viví. Aquél era un barrio residencial, a las afueras de lo que hasta entonces se consideraba la ciudad de Sevilla. Justo detrás del edificio en el que me crié, había un gran descampado donde transcurrían la mayoría de las aventuras que pude disfrutar, tanto en la buena compañía de mis intrépidos vecinos como en la mía propia. El “descampao”, como lo llamábamos entonces y aún seguimos haciéndolo, lindaba al sur con el enorme colegio de Las Irlandesas, al este, con un soso edificio de Telefónica y una explanada sin edificar, y al oeste, con otro enorme descampado que, por partes, dejaba de serlo para convertirse en auténtico campo, lleno de vacas a veces, limitado en su margen izquierda por las vías del tren, que iba y venía de Cádiz.




Las horas se pasaban volando una vez que te adentrabas en la espesura de aquella especie de sabana urbana y, a pesar de que cada día la aventura era distinta, casi siempre giraba en torno a la “montaña”, que no era otra cosa más que un enorme pegote de cemento y chinos, fruto de las repetidas descargas de restos que hacían allí las hormigoneras procedentes de obras cercanas. Aquel montículo hizo, entre otros papeles, de zona de reuniones, cocina improvisada, foro de debate, base para la bandera o el estandarte (según la ocasión), almacén, trinchera, bunker, vivienda troglodita, etc.
Con el paso de los años y el inevitable avance de los ladrillos, la aventura se trasladó al campo de verdad, de la mano de los Boy-Scouts del barrio, con los que la extensión del horizonte a descubrir se multiplicó por mil. Para un explorador de vocación como yo (curioso compulsivo, de nacimiento) aquello fue mucho más que un mero entretenimiento; fue una auténtica academia para pequeños exploradores y doctores Livingston, en potencia. Las excursiones de fin de semana, que solían empezar un sábado por la mañana, bien temprano, y terminaban el domingo al caer de la tarde, estaban repletas de actividades, entre las que destacaban, al menos para mi, los juegos de pistas que me hacían disfrutar como lo que era, un niño chico. Tal vez fue entonces cuando empecé a cogerle el gustillo a eso de buscar y encontrar cosas perdidas o escondidas; y eso, unido a la relajada esperanza de tropezarme algún día con un gran tesoro, como aquellas monedas romanas antiguas que descubría, paseando por los alrededores de Itálica, uno de mis profesores del colegio, me han convertido, con el paso del tiempo, en una especie de rastreador urbano.
Hoy en día, puedes encontrarte en la calle cualquier cosa, desde las habituales cagadas perrunas hasta un décimo de lotería sin usar, pasando por botones de todos los colores, de todos los tipos, de infinidad de texturas y, todos ellos, cargados de historias, muchas historias que contar.