Susana estaba muy cansada ya;
había pasado casi todo el día visitando la ciudad y, como el tiempo la había
acompañado con buen sol y una temperatura bastante agradable e inusual para el
mes en el que estábamos, no había parado ni un segundo, a excepción de un
pequeño paréntesis, a la hora del almuerzo, para pedir un sándwich y una lata
de refresco en una de esas franquicias que proliferan en la Avenida de la
Constitución. Al caer la tarde, justo al final de mi jornada en la oficina, nos
encontramos cerca de los Jardines de Murillo y, en vista del hambre que
teníamos los dos, nos encaminamos directamente a uno de esos bares en los que,
a pesar de estar siempre hasta las trancas, encuentras un rincón en la barra,
en el que poderte hacer hueco para disfrutar de su excelente cocina. Poco a
poco y con la ayuda de dos buenas copas de vino, acompañadas de una generosa
ración de croquetas de bacalao y alguna que otra tapa, el cansancio se torno en
una estupenda sensación de placer sazonada con risas e interesantes historias.
Aunque ella, al día siguiente, seguiría aún de vacaciones, yo tenía que
trabajar y, dada la hora que era, ya tocaba a retirada. Callejeando por las
entrañas de la ciudad, por el Centro, camino del coche, llegamos a la calle
Tetuán donde un pequeño camión cisterna, que nos precedía, iba regando el suelo
a su paso. La calle, limpia ya, resplandecía gracias al agua y al reflejo de la
luz de las farolas. Rebelde, un botón redondo negro, de tamaño mediano y con
dos agujeros, había resistido el embate del chorro de la manguera y allí
estaba, tumbado sobre uno de los adoquines de granito, en el medio de la calle.
Leonor, que hacía ya unos
minutos, había pasado por allí mismo con su abrigo largo y negro de piel
artificial, ahora con un botón menos, caminaba acelerada, alternando su mirada
entre horizonte, calzada y firmamento, pero quizás apuntando a este último con
mayor frecuencia que a otra parte, posiblemente buscando en él una solución
urgente. Media hora antes, había estado en casa de Ana, su hermana, soltera de
por vida y, no por eso, convencida de ello, aunque, después de los años,
resignada a una soledad, que ahora se veía temporalmente perturbada por la
presencia de su madre, aquejada de alzheimer, a la que andaba cuidando desde
hacía unos meses. Consuelo, la madre, ahora con la cabeza perdida, acentuaba
sus eternos reproches y no dejaba pasar ocasión en la que no le echara en cara
a la buena de Ana, la más pequeña de los hermanos, el hecho de no haberse
casado nunca. Aunque la sangre no había llegado aún al río, la cosa pintaba
mal. Leonor, robándole tiempo a su familia y a la gestoría, le echaba una mano
a su hermana cada tarde, al salir del trabajo, pero eso no era suficiente. Casi
la mitad de las veces, cuando llegaba a casa de su hermana, encontraba a las
dos enfrascadas en absurdas discusiones que, dadas las circunstancias, no
llevaban a ninguna parte. Consuelo, bien chapada a la antigua y viuda de
funcionario del estado, nunca había comprendido el estilo de vida de Ana, sus
idas y venidas, sus misteriosos viajes al extranjero, sus vestidos, sus
pinturas y, peor aún, sus amistades que, según ella, la habían llevado por el
mal camino.
A pocos minutos de su casa,
Leonor paró junto a una farola, se apoyó en ella y se descalzó para colocarse
bien la plantilla que, con las prisas, se había vuelto a salir de su sitio.
Antes de reanudar la marcha, reparó en uno de los múltiples anuncios que había
pegados en el poste de la luminaria: “Chico responsable, se ofrece para el
cuidado de personas mayores”. Aquella podría ser, si no la solución que andaba buscando,
una parte importante de ella. Sin
pensarlo un segundo, arrancó uno de los papelitos que colgaban del anuncio y lo
guardó en la cartera con la intención de comentárselo a Ana al día siguiente.
Pedro, su marido, le abrió la puerta de casa, la abrazó y la besó tan
cálidamente como la primera vez que se conocieron, hacía ya la friolera de
cuarenta años. Y así lo venía haciendo desde entonces, siempre que su trabajo
de viajante se lo permitía. Aquella noche, después de una ducha caliente y una
cena ligera, Leonor y Pedro se sentaron en el salón, se taparon con dos buenas
mantas y después de contarse como les había ido el día, cayeron rendidos,
acurrucados el uno junto al otro.