domingo, 24 de febrero de 2013

Capítulo 2. Mirando al cielo


Susana estaba muy cansada ya; había pasado casi todo el día visitando la ciudad y, como el tiempo la había acompañado con buen sol y una temperatura bastante agradable e inusual para el mes en el que estábamos, no había parado ni un segundo, a excepción de un pequeño paréntesis, a la hora del almuerzo, para pedir un sándwich y una lata de refresco en una de esas franquicias que proliferan en la Avenida de la Constitución. Al caer la tarde, justo al final de mi jornada en la oficina, nos encontramos cerca de los Jardines de Murillo y, en vista del hambre que teníamos los dos, nos encaminamos directamente a uno de esos bares en los que, a pesar de estar siempre hasta las trancas, encuentras un rincón en la barra, en el que poderte hacer hueco para disfrutar de su excelente cocina. Poco a poco y con la ayuda de dos buenas copas de vino, acompañadas de una generosa ración de croquetas de bacalao y alguna que otra tapa, el cansancio se torno en una estupenda sensación de placer sazonada con risas e interesantes historias. Aunque ella, al día siguiente, seguiría aún de vacaciones, yo tenía que trabajar y, dada la hora que era, ya tocaba a retirada. Callejeando por las entrañas de la ciudad, por el Centro, camino del coche, llegamos a la calle Tetuán donde un pequeño camión cisterna, que nos precedía, iba regando el suelo a su paso. La calle, limpia ya, resplandecía gracias al agua y al reflejo de la luz de las farolas. Rebelde, un botón redondo negro, de tamaño mediano y con dos agujeros, había resistido el embate del chorro de la manguera y allí estaba, tumbado sobre uno de los adoquines de granito, en el medio de la calle.


Leonor, que hacía ya unos minutos, había pasado por allí mismo con su abrigo largo y negro de piel artificial, ahora con un botón menos, caminaba acelerada, alternando su mirada entre horizonte, calzada y firmamento, pero quizás apuntando a este último con mayor frecuencia que a otra parte, posiblemente buscando en él una solución urgente. Media hora antes, había estado en casa de Ana, su hermana, soltera de por vida y, no por eso, convencida de ello, aunque, después de los años, resignada a una soledad, que ahora se veía temporalmente perturbada por la presencia de su madre, aquejada de alzheimer, a la que andaba cuidando desde hacía unos meses. Consuelo, la madre, ahora con la cabeza perdida, acentuaba sus eternos reproches y no dejaba pasar ocasión en la que no le echara en cara a la buena de Ana, la más pequeña de los hermanos, el hecho de no haberse casado nunca. Aunque la sangre no había llegado aún al río, la cosa pintaba mal. Leonor, robándole tiempo a su familia y a la gestoría, le echaba una mano a su hermana cada tarde, al salir del trabajo, pero eso no era suficiente. Casi la mitad de las veces, cuando llegaba a casa de su hermana, encontraba a las dos enfrascadas en absurdas discusiones que, dadas las circunstancias, no llevaban a ninguna parte. Consuelo, bien chapada a la antigua y viuda de funcionario del estado, nunca había comprendido el estilo de vida de Ana, sus idas y venidas, sus misteriosos viajes al extranjero, sus vestidos, sus pinturas y, peor aún, sus amistades que, según ella, la habían llevado por el mal camino.
A pocos minutos de su casa, Leonor paró junto a una farola, se apoyó en ella y se descalzó para colocarse bien la plantilla que, con las prisas, se había vuelto a salir de su sitio. Antes de reanudar la marcha, reparó en uno de los múltiples anuncios que había pegados en el poste de la luminaria: “Chico responsable, se ofrece para el cuidado de personas mayores”. Aquella podría ser, si no la solución que andaba buscando, una parte importante de ella.  Sin pensarlo un segundo, arrancó uno de los papelitos que colgaban del anuncio y lo guardó en la cartera con la intención de comentárselo a Ana al día siguiente.
Pedro, su marido, le abrió la puerta de casa, la abrazó y la besó tan cálidamente como la primera vez que se conocieron, hacía ya la friolera de cuarenta años. Y así lo venía haciendo desde entonces, siempre que su trabajo de viajante se lo permitía. Aquella noche, después de una ducha caliente y una cena ligera, Leonor y Pedro se sentaron en el salón, se taparon con dos buenas mantas y después de contarse como les había ido el día, cayeron rendidos, acurrucados el uno junto al otro.

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