Tras los recortes y ajustes varios,
que tan de moda están últimamente, el montante de días de asuntos propios, que
puedo utilizar a lo largo del año, se ha visto drásticamente reducido, así que
da coraje cuando te pides uno y compruebas, muy a tu pesar, que no te está
rindiendo como esperabas. Después de más de veinte minutos dando vueltas en
busca de un aparcamiento legal, uno de esos por los que no te pueden multar, he
conseguido dejar el auto, coche para los amigos, en un hueco estupendo, aunque
casi más cerca de mi casa que del primer lugar al que tenía que ir. El
itinerario de gestiones y asuntos diversos ha empezado justo al principio de la
calle Luís Montoto, con una visita rápida a la tintorería para dejar allí dos
edredones y una alfombra de esas tan rígidas que, ni a malas ideas, entran en
la lavadora. La siguiente parada ha sido en la oficina municipal de recaudación
para intentar arreglar algunos “asuntillos” que, de pequeños, sólo tienen el
sufijo.
Ya son casi las doce y, a pesar
de haber salido de casa alrededor de las siete y media, todavía no he podido
hacer ni la mitad de las cosas que tenía previstas para esta mañana. La cola
para la ventanilla número nueve, impuestos extraordinarios, está vacía,
mientras que delante de la número ocho se acumula una importante cantidad de
personas que, colocadas en fila, me preceden. Como una oportunidad así no se
presenta todos los días, me resisto a sacar el móvil para chatear un rato
durante este supuesto paréntesis de aburrimiento y me pongo a observar a mi
alrededor. La estancia está llena de carteles que poder leer y de muchos
objetos antiguos, unos más que otros. También hay muchas personas y muchos
asuntos por resolver. La cola se mueve, avanzo y noto que he pisado algo
pequeño y duro. Levanto el pie y descubro que se trata de un botón metálico
para pantalón. Lo cojo y miro a mi alrededor en busca de alguien que lleve
vaqueros, alguien que ya no está allí.
Tomás vuelve ya a la oficina. Se
ha escapado para pagar una multa de aparcamiento y comprar, de camino, algo de
tabaco en el estanco de Alberto, su padre, que regenta el establecimiento desde
que, allá por los setenta, una bala mal parada le apartara de la policía
nacional. En cierto modo, tuvo que ser un gran alivio para él, un hombre
bastante sensible, que no se ajustaba al perfil leñero que demandaba el Cuerpo
por aquel entonces. Aunque cortos, echaban buenos ratillos, padre e hijo, cada
vez que se veían. Alberto, a falta de madre, se sentía en la obligación de
pasarle revista a Tomás e intentar poner algo de orden en aquella suerte de
uniforme de trabajo. “Tomás: te empeñas en ponerte los pantalones tan apretados
que ... mira, se te ha saltado el botón de arriba. No te has dado ni cuenta,
tío”. “Anda, que me tengo que ir ya. Dame un beso”. “Vale, niño. Dale un abrazo
a tu marío de mi parte. No te olvides ¿eh? Y a ver cuando nos tomamos una
cervecita”.
En la inmobiliaria estaba
esperándolo su prima para dejarle, como cada primero de mes, un nuevo
currículum vítae actualizado. Bea, cantante profesional de las buenas, llevaba
en paro prácticamente desde que terminó sus estudios en el conservatorio y
malvivía gracias a la ayuda de sus padres y algún que otro trabajillo como
cuando cantó en la boda de su primo Tomás, de la que, en menos de un mes, se
cumpliría un año. Andrés y Tomás se conocieron durante unas prácticas, cuando
estudiaban un módulo de grado superior y, aunque al principio ambos estaban
igual de entusiasmados con la gerontología, sólo Andrés tuvo la necesaria
determinación y el suficiente convencimiento como para llegar hasta el final y
sacarse el título. Ahora, gracias a esto, alternaba su jornada laboral entre
una residencia para personas mayores y la asistencia domiciliaria a enfermos.
Tomás, en cambio, vivía al día. Lo más cercano a un plan de futuro, en su
horizonte temporal, era la fiesta de aniversario que estaba organizando para su
“marío”. Cuando Bea se marchó y después de atender a una joven pareja que venía
buscando un alquiler más que asequible, se salió a la calle para llamar a Lady
Cutterfly, Raquel para los compañeros del juzgado, donde ejerce de procuradora
y nadie sabe de su segundo empleo y principal afición, al mismo tiempo,
tatuadora underground. “Qué alegría escucharte, guapo. Esta mañana estoy ya que
...” “Lo mismo te digo preciosa. Oye, no te quitaré mucho tiempo, solo te llamo
para recordarte que el lunes me pasaré a ver el boceto del tatoo. Ya sabes que
lo quiero más que a mi vida y que esto es mucho más que un regalo de
aniversario, niña” “Tomasito, se te van a caer dos lagrimones cuando lo veas. Nos
vemos el lunes. Disfrutad del finde, guapos”.
Bueno, bueno, el cuento empieza despacioso y luego toma impulso hasta liarnos en el último párrafo. ¿Un queer botón metálico?
ResponderEliminarMe queda un sabor a tabaco, no se si de la procu, del madero, o del "ambiente".
Anónimo(del 4 de marzo) agradezco tu comentario y me alegra saber que este cuento te ha impregnado de alguna forma. Aprovecho para invitarte a que leas los dos anteriores y los sucesivos, que no tardarán mucho en llegar. Un saludo.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar